8 de septiembre de 2009

Pregunta inquietante

Hace algunos años se comunicó conmigo una señorita quien muy amablemente me invitó a participar en un proyecto editorial que la Universidad de Colima y el consorcio minero Peña Colorada, tenían planeado llevar a cabo. Dicho proyecto consistía, según recuerdo, en la publicación de un libro que hablaría sobre el reconocimiento más importante al que cualquier estudiante universitario aspira: el Premio Peña Colorada. ¿Que qué vela tenía yo en ese entierro? Pues resulta que fui el alumno menos wey de mi generación y a las autoridades universitarias no les quedó de otra más que entregarme a mí tan prestigioso reconocimiento. El caso es que, me informó la señorita amable, tenía que ir a las oficinas x, ubicadas en y lugar, donde iba a estar z -una muchacha de no malos bigotes, según pude observar ulteriormente- quien me estaría esperando con una batería de preguntas (sic), a las que yo debería responder con gentileza, pero sobre con la verdad y nadamás que la verdad. Como tengo una proclividad natural a andar de metesillas y sacabancas, al siguiente día acudí puntual a la cita. La señorita hizo su trabajo y yo el mío. Es decir, ella preguntó y yo respondí. Todo iba bien hasta que, palabras más, palabras menos, me hizo el siguiente cuestionamiento: ¿El haber recibido el Premio Peña Colorada influyó positivamente en su desarrollo profesional? Sorprendido por el cuestionamiento, traté una y otra vez de responderle, pero me fue prácticamente imposible hacerlo, pues sólo de pensar en la dichosa pregunta ¡me daba una risa!....
Estudio, progreso seguro. La anécdota anterior de ninguna manera pretende ser una historia virtuosa y menos aún tiene el propósito de falsear el sentido y el valor intrínseco del premio mencionado. En todo caso es producto de mi experiencia y, como ya se sabe, uno cuenta las cosas según como le va en la feria. Con todo, quizá mi desencanto sea mayúsculo porque a mi generación le tocó vivir tiempos en los que estudiar era todavía una opción para ascender en lo que los sociólogos funcional-estructuralistas denominaban escala social. Es decir, en los años ochenta concluir una carrera profesional nos proporcionaba altas perspectivas de movilidad social, por lo cual era razonable creer que el estudio era una vía segura para nuestro desarrollo. Lo que no se nos decía, y creo que hoy tampoco se hace, es que para avanzar en el terreno profesional no basta tener conocimientos y capacidades para eso que uno estudio. Más aún cuando uno se prepara y adquiere habilidades para profundizar en aquello que, como dijo Bourdieu, “devela cosas ocultas... cosas que ciertos individuos o ciertos grupos prefieren esconder o esconderse porque ellas perturban sus convicciones o sus intereses”. De lo que se trata no es saber cuál es el origen y el sentido de las cosas que suceden a nuestro alrededor y que nos afectan como sociedad, sino de la capacidad que se tenga para callarnos la boca y culimpinarnos lo más que se pueda frente aquellos que hoy, circunstancialmente, se encuentran arriba. Y frente a eso, señoras y señores, paso sin ver.

1 comentario:

ferrrioni dijo...

Yo también paso, por ello me arrinconaron donde permanezco al menos 8 horas nalga en una oficina, ya no me dejaron hacer trabajo de campo. Soy potencialmente peligroso. Lo buenos es que me dejaron conectado, al cabo ya casi se van.