25 de octubre de 2008

Tiesa y firme como una varita

“Usted va a ver, usted va a mirar, usted va a observar cómo esta víbora se va a poner rígida, totalmente tiesa, recta, derechita como una varita. Nomás que atrás de la raya, que estoy trabajando. Sí, señoras y señores, estoy trabajando honradamente, con dignidad, para ganarme el pan para mis hijos, no como otros que nomás se aprovechan de la gente para robarles sus objetos invaluables, de valor sentimental o emocional o económico. Por eso, señor, joven, señora, señorita, antes de que se quede esta víbora pasmada ante los ojos de todos ustedes, es decir, recta, firme y derechita como una varita, quiero pedirles, quiero rogarles, quiero suplicarles, quiero solicitarles atentamente que cuiden sus valores, que no les vaya a pasar una desgracia, porque yo sólo vengo a traerles el descubrimiento más revolucionario de la ciencia en esta época y no a que me echen la culpa de que sufrieron un percance. Porque luego vienen las quejas, las amarguras y las indirectas dolorosas. Así que ahora voy a mostrarles cómo la víbora que a usted le guste, señora, que usted elija, señorita, que usted seleccione, señor, que usted prefiera, joven, se va a poner tiesa y firme, algo que ustedes nunca han visto en este mundo...” El “doctor” Meraulyock. Según la historiadora Claudia Agostoni, en 1864 o 1865, no se sabe con certeza, atracó en el puerto de Veracruz un barco con bandera francesa en el que viajaba un hombre de origen polaco, que aseguraba ser un ilustre médico y un hábil dentista. Vestía una túnica de aspecto oriental y era propietario de una “extraña y agitada melena rubia, largos mostachos y espesa barba que le caía sobre el pecho”. Se trataba del “doctor” Rafael de J. Meraulyock. A su llegada, Meraulyock explicó que venía desde el viejo continente ofreciendo un producto que había revolucionando la medicina europea: el aceite de San Jacobo, elixir infalible sumamente útil para “la curación de todos los flatos, dolencias, cólicos, malos humores, asperezas de la piel y hasta para la extirpación completa de callos y callosidades”. Ya instalado en la ciudad de México, el doctor Meraulyock empezó a recorrer sus calles en una carroza, haciéndose acompañar además por una banda de música y por un grupo de ayudantes quienes eran los encargados de atraer al público. Su éxito fue tal que las noticias de sus proezas circularon por casi todo el país. Sin embargo, y no obstante que los capitalinos estaban satisfechos con los servicios y productos que les ofrecía este doctor, lo que nunca lograron fue pronunciar correctamente su apellido, de tal suerte que lo fueron deformando hasta que el Meraulyock quedó en el mexicanísimo merolico. Y desde entonces, así se les conoce a los charlatanes . Médicos y charlatanes. En el último tercio del siglo XIX, y a contrapelo de los afanes modernizadores del porfirismo, todavía se consideraba que la conservación de la salud y la batalla contra las enfermedades era responsabilidad exclusiva de las familias y un asunto de índole personal. Además, las prácticas médicas ilegales que proporcionaban curanderos, comadronas y yerberos eran preferidas por la población de tal suerte que la práctica médica legal, es decir, la que llevaban a cabo los médicos titulados, era requerida sólo por unos cuantos. Es por eso que la comunidad médica, que se asumía como la representante de la cultura racional, educada e instruida, es decir, de la cultura científica, constantemente denigraba el aspecto festivo que rodeaba la práctica de los médicos itinerantes ridiculizándolos y poniendo especial énfasis en los peligros a los cuales se enfrentaban las personas que acudían a ellos. Para los médicos legales, “el ejercicio de la medicina era una actividad que debía realizarse en un consultorio privado, en una clínica u hospital, o bien, en el domicilio del paciente. Era una práctica individual, y no era festiva ni pública”. El notable bioquímico mexicano Maximino Río de la Loza, al referirse al trabajo que desarrollaban curanderos y comadronas, escribió lo siguiente: “[...] los hemos visto antes como el que curaba con saliva, y los vemos hoy: ahí está un apóstol que pretende imitar a Jesucristo y curar por su propia voluntad, ó un profeta que dice adivina las dolencias del paciente, y otros, por el estilo, y para darnos la razón, hay quien hable del hipnotismo para hacernos creer en la veracidad de su curación”. Con todo, es claro que la imagen del merolico fue durante mucho tiempo una figura emblemática de la charlatanería, pues él representaba todo lo irracional de la práctica médica empírica, pero sobre todo su pernicioso primitivismo, ya que con éste “se ejercían la cirugía o las amputaciones sin más instrumentos que los groseros que pueden encontrarse en los campos”. Hoy como ayer, sin embargo, siguen vigentes las palabras del propio Río de la Loza, cuando afirmaba que “la medicina ha caído en manos de la especulación, pues la caridad ha volteado la espalda a Hipócrates, y hoy el que no tiene dinero, no se cura”.

24 de octubre de 2008

L&S

Según LIFE &STYLE, conocida revista exclusiva para hombres inteligentes, en lo que respecta a la moda «Se vale el exceso». Concretamente -nos sugieren- el lector, tiene que atreverse a usar joyería masculina, perdiéndole “el miedo a combinar relojes con brazaletes y más de un anillo”, pues, como todos sabemos, “la elegancia y la audacia no tienen por qué estar peleadas”. Con base en lo anterior, los editores de L&S le recomiendan a aquellos lectores que le han perdido el miedo al exceso y están decididos a seguir las nuevas tendencias de la moda, comprar, entre otras cosas, un brazalete de plata con esmalte que cuesta 5 mil 240 pesos, un anillo también de plata con incrustación de ébano, el cual no sobrepasa los 13 mil pesos y, para completar el look, un reloj de titanio marca Peyreloungue Chornos cuyo valor frisa los 112 mil del águila. Como se puede observar, la moda masculina no sólo es asunto de hombres inteligentes, sino de aquellos que tienen un chingo de dinero, y para el caso, no importa cuánto rebuzne el cliente, sino que éste se encuentre presentable. Savoir vivre. Ahora analicemos cuidadosamente los principios de estilo y savoir vivre, que con gran generosidad ofrece Tonino Lamborghini a todos aquellos hombres interesados en el tema de la moda. Veamos: Primero: no olviden que el equilibrio es la tendencia a seguir. Segundo: que los accesorios deben enfatizar lo que son y no lo que poseen. Tercero: que el lujo máximo en la vida es poder ser uno mismo. Cuarto: que Hemingway era un hombre con un estilo totalmente personal (¿?) y Quinto: que los hombres debemos aprender a vivir intensamente.

22 de octubre de 2008

En sus memorias íntimas, publicadas bajo el título de La estatua de sal (Conaculta, 1998), Salvador Novo destaca la certera y aguda capacidad del pianista Ricardo Alessio Robles para poner apodos crueles a sus amigos –todos ellos homosexuales- quienes además, comenta Novo, eran parte de “su mundo asombroso: reino increíble, disperso, nocturno, vergonzante o descarado que le temía y le soportaba”. El propio pianista fue víctima de la mordacidad ajena, pues si para los alumnos que asistían a sus clases en el Conservatorio o aquellos que las recibían de manera particular en la sala de su casa, era el maestro Ricardo, para los íntimos que cruzaban por sus dominios, él era Clarita Vidal. Con todo, de esa habilidad, Novo nos refiere una larga lista de sobrenombres creados por el pianista, entre los que vale la pena destacar los siguientes: • Eva Tapia, conocido así por su sordera. • La Cotorra con pujos, quien debía su apodo a los pasos torpes que daba. • Emma Moreno, que lo era en exceso, afirma Novo. • Anneta Gallo, dependiente de un negocio y cantante de ópera “frustrada”. • Chucha Cojines, quien solía recibir a sus amistades únicamente por las noches para que su amante –en este caso Anneta Gallo- no fuera a encelarse. • La India Bonita, también conocida como el Águila de Carrizo. • La Tamales, “porque hacía sus conquistas invitando a los jovencitos a merendar unos tamalitos y una cerveza”. • Sor Demonio, un cura que lucía en uno de sus labios la huella de una cuchillada. • El Diablo en la Esquina, famoso por haberle dado mil pesos de oro a un torero “por una estocada personal”. • La Susuki, personaje miope de rasgos japoneses. • La Nalga que Aprieta, apodo del que ignoro su origen pues Novo nunca informa nada al respecto. Y para finalizar: • La Semillona y la Pitonisa, quienes eran “feas, pobres y escandalosas”. A ese le dicen… Como se sabe un apodo tiene la intención de subrayar con agudeza algún defecto de la persona que es nombrada con él, pero también tiene la capacidad de evocarnos imágenes y, a la vez, ofrecernos un vasto universo de significados, como señala la investigadora rumana Harriet Quint. Para Quint el hábito de poner apodos o sobrenombres es uno de los rasgos culturales más peculiares del pueblo mexicano. Tan es así que, incluso, para muchas culturas dicha práctica suele ser totalmente desconocida. Según esta investigadora, nuestra costumbre de poner apodos es una herencia de la tradición española, a la cual, sin embargo, los mexicanos le hemos dado un toque particular marcado no sólo por nuestra idiosincrasia, sino también por “el temperamento festivo de la gente que busca un motivo de risa todos los días”, asevera Quint. Es por eso que para los mexicanos, sin importar la condición social, la edad, el grado de escolaridad, la cultura política, la ideología o el género, los apodos son parte de nuestra vida cotidiana y podríamos decir que de manera instintiva acudimos a ellos casi en forma permanente.Según la investigadora rumana, existen distintos tipos de apodos, por ejemplo, están aquellos que destacan una característica de la personalidad de un individuo, los que nombran una característica física, los que cuentan una anécdota chistosa, los hereditarios, los que designan a un colectivo o grupo de personas (los braceros, por ejemplo), los hay también que designan gentilicios y los hay clandestinos, como los que sirven para nombrar al superior jerárquico o a quien ejerce su poder sobre los demás.

El Especialista

Ai' tienen que al estéreo de mi auto no le funcionaba el reproductor de cidis, pues en un instante de desesperación saqué violentamente un disco -titulado sabiamente Puras perronas- porque ya me tenía harto y al hacerlo éste se rompió. Obviamente, una de las partes quedó dentro del artefacto y ya no pude extraerla, por lo cual me vi obligado a escuchar durante más de un mes, la música que programan las estaciones locales de radio. Está por demás subrayar que dicha programación me dejó más harto: las mismas canciones y los mismos artistas, a la misma hora y todos los días. Para remediar esta circunstancia decidí no pagar un adeudo pendiente y destiné ese dinero a sufragar el trabajo de un especialista para que arreglara el desperfecto en comento.
Como hay ocasiones en que uno hace las cosas no con base en la razón sino en la comodidad, decidí entonces acudir al taller más cercano a mi centro de trabajo. Fue así que una sonriente tarde de abril conocí al especialista que arreglaría mi querido autoestéreo.
En cuanto llegué al lugar supe que la persona que se encontraba culimpinada en la cajuela de un auto tratando de conectar unas bocinas era él. En efecto, minutos después, y luego de concluir con su tarea, ese mismo personaje se me acercó diciéndome que qué se me ofrecía. Brevemente le expliqué mi problema.
Sin decir ni una plabra más, el especialista sacó el estéreo del auto y se puso a revisarlo con la meticulosidad de los profesionales: primero, lo vio por un lado; en seguida, lo vio por el otro; después, lo revisó por arriba y de inmediato lo exploró por abajo, por unos segundos se quedó pensativo mirando el aparato y luego empezó a quitarle el excedente de polvo. Todo lo hacía con extrema delicadeza; es más, lo hacía con tanto cuidado que por momentos parecía como si en sus manos tuviera no el estéreo de mi coche, sino el cetro del Rey Colimán (si es que éste algún día tuvo uno).
Por fin, el especialista habló: -No, vale, la cosa está media cabrona. Tengo que desarmarlo todo. Déjamelo y en la noche veo si se puede hacer algo. Vente mañana como a las once-. Al día siguiente llegué al taller puntual a la cita. Como lo ordenan la urbanidad y las buenas costumbres saludé amablemente a los presentes, saludo que por cierto nadie respondió, por lo que mejor me puse a ver cómo el especialista ahora se apelincaba tratando de pasar unos cables por el capacete de una camioneta, mientras el dueño de ésta, un sujeto malencarado, sólo observaba.
Así, pasaron más de cuarenta minutos, tiempo durante el cual escuché que un albañil, mientras hacía la mezcla frente al taller, cantaba Con todos menos contigo, del emblemático grupo ochentero Timbiriche. Poco después llegó al taller un señor panzón quien, en voz alta, nos informó a todos que se encontraba ahí no porque tuviera muchas ganas de hacerlo, sino porque tenía que cobrarle no sé qué cosa al especialista. Éste como respuesta le ofreció un: -Orita no esté chingando, estoy ocupado-.
El señor, haciendo como que no había oído nada, mejor se puso a platicar con el sujeto malencarado. Al ratito me le acerqué al especialista para decirle que si se iba a tardar.
-¿Qué, tienes mucho qué hacer?, me preguntó-.
Yo le contesté que no, pero que sí me urgía hacer un mandado.
–Pues ve y te regresas de volada. Aquí te espero-, me ordenó.
Así que me fui en chinga a hacer lo que tenía programado. En media hora resolví mi compromiso y me regresé al taller.
-¿Tan pronto, vale?-, observó medio molesto nuestro personaje.
En tanto, el albañil cantor cantaba ahora Like a stone y como que eso agravió al especialista porque le gritó: -Ya cállate, cabrón ¿Pues qué te metistes hoy? Puras pendejadas cantas-. Luego de la censura musical, llegó un sujeto con un cable en la mano y le dijo al especialista: -Oye, conecté a la caja el cable que me vendiste y no tocan los cidis-. Como si le hubieran clavado un misil Tomahawk en el trasero, el especialista dejó lo que estaba haciendo y enfrentó al recién llegado diciéndole: -Pues ayer sí servía y si quieres le digo al que me lo trajo que venga para que veas que sí funcionaba. Uno vende las cosas jalando y luego las tráin diciendo que no sirven. Así no, vale-. Al sujeto del cable sólo le quedó preguntar con timidez: -¿No tendrás otro?-. Lo que provocó que el especialista ahora se pusiera como si una bomba de fragmentación CBU-87 le hubiera caído al taller, pues al borde de la histeria, vociferó:
-Mira, no tengo otro y además el dinero ya me lo gasté ¿Cómo le hacemos?-
–Mejor luego vengo, cuando estés más desocupado-, fue lo único que pudo decir el pobre (pero no menos pendejo) cliente. El especialista siguió trabajando. Por fin concluyó su tarea, probó el aparato que recién había instalado (y que por cierto le acababa de vender al sujeto malencarado) y no funcionó. Movió cables, sacudió la camioneta, golpeó el asiento, conectó y desconectó quién sabe cuántas cosas y, dándose por vencido, le comentó al malencarado:
-¿Sabes qué? Así vete, al cabo que el estéreo sí sirve, la caja déjamela, al rato la reviso y mañana vienes por ella, no le hace que sea domingo, yo aquí voy a estar-. El malencarado se retiró sin decir una palabra. -Ahora te instalo el estéreo, pero antes ocupo que me lleves a dejar una razón-, me dijo. Fuimos, dejamos la razón y regresamos al taller. Mientras rearmaba el estéreo, el especialista, con actitud más amable, se puso a platicar conmigo. Me contó que al rato se iba con uno de sus homies a Cuyutlán –Pues allá unas amigas de mi compa tienen un restorán, nos vamos a pasar el fin de semana y regresamos hasta el lunes, me contó. Sin embargo, aún no concluía esta última frase cuando le hice un comentario que nunca le debí haber hecho: -Oye, ¿pero no va a venir el señor por su caja mañana en la mañana?-. Nomás me miró y no dijo nada. Se levantó y se puso a instalar mi estéreo.
Por fin, terminó el trabajo, probó el equipo y me dijo cuánto era. Pagué, le di las gracias, me subí al auto y cuando había avanzado un poco escuché que me hablaba. Detuve la marcha y se acercó. Con un brillo malicioso en la mirada me dijo:
-Fíjate que sobró este tornillo, me voy a quedar con él, pues me puede servir para otro jale, al cabo que ya vistes que el estéreo sí sirve-.
Hoy circulo por las calles de Colima oyendo mi música preferida, sólo que al llegar a los empedrados debo cambiarle inmediatamente a la radio porque con los brincos los cidis no se oyen bien. Y es cuando de pronto pienso que a la mejor el tornillo que sobró tenía una función sustancial en la suspensión del estéreo y una pregunta me ronda en la mente: ¿iré a reclamarle al especialista?

21 de octubre de 2008

El discurso como práctica social

Todo discurso, en cuanto práctica social, es una toma de posición frente a la realidad de quien lo enuncia, ya sea desde una perspectiva política, ideológica, moral o ética. Así pues, los pensamientos que expresamos no pueden ser sino la manifestación cierta de cuál es el sentido que le damos a las cosas, pero sobre todo de cuál es el orden que les conferimos. O como dijera el gran pensador paquistaní Abdul Qader Khan “en el mundo de las ideas hasta al más pelón le arrastra la trenza”. Unos como saben, otros como pueden. Como se sabe, el debate público se remonta a la antigua Grecia y se relaciona con el origen del pensamiento clásico. Más o menos por esas fechas, es cuando se reconoce que el uso público de la razón está relacionado estrechamente con dos prácticas sociales que merecen atención: la tolerancia hacia las opiniones distintas (junto con la posibilidad de estar de acuerdo en no estar de acuerdo) y el fomento del debate público (junto con la confirmación del valor de aprender de otros).
A ver si lavado tupe. El lector podrá dudar de lo que digo, pero le puedo asegurar que contrario a lo que señala el conocimiento vulgar, se han encontrado múltiples evidencias de que en el mundo antiguo la tradición del debate público, y más concretamente del uso público de la razón, era una práctica recurrente en las culturas orientales, tanto en la India como en Asia del este y sureste. Por ejemplo, era común que los lunes, si no llovía, grupos de intelectuales budistas se reunieran a deliberar sobre asuntos seculares y religiosos. Ahí se discutía sin violencia y sin animosidad verbal. Y esto es lo que más llama la atención: el grado de civilidad que habían alcanzado, pues cuando no eran posibles los acuerdos, los involucrados ni se peleaban ni se andaban sacando los trapitos al sol en los periódico (a la mejor porque estos aún no existían). Incluso, según consta en un montón de papeles viejos que fueron encontrados todos hechos bola en la famosa cueva de Ta'wabia, cuando estos pensadores debatían y se hallaban de pronto en un callejón sin salida, entonces despertaban al monje más anciano y éste, entre bostezos y quitándose las lagañas, preguntaba a los asistentes lo siguiente: “¿Kaif takool thalik bilarabia?”, que más o menos quería decir “¿Cómo ven, le seguimos de mañana en ocho?”. Si la respuesta era positiva, la discusión continuaba el lunes siguiente. Si, por el contrario, decían que no, entonces cada quien se quedaba con sus propias ideas.

Crímenes ejemplares

¿Por qué una persona “normal” puede, en cualquier momento, convertirse en un implacable asesino?
Pregunta tan complicada, como inquietante, encuentra algunas respuestas en el libro Crímenes ejemplares (Ed. Espasa, 1999), del dramaturgo y narrador español Max Aub, obra donde pueden escucharse las voces de los homicidas exponiendo las razones que los impulsaron a cometer su crimen.
Al respecto, el autor nos comenta que el material de su libro está integrado por «Confesiones sin cuento: directas, sin más deseo que explicar el arrebato. [Los criminales] desembuchan escuetamente las razones nada oscuras que los llevaron al crimen, sin otro motivo que dejarse arrastrar por sus sentimientos… De las reacciones de los difuntos nada digo, por ignorancia. Me bastaron –como autor- las de sus asesinos», concluye Aub. Si bien es cierto que, como dijo el periodista Juan Ulloa, en todo crimen subyace una verdad, también es posible creer que en toda verdad se ocultan motivos inasibles. Y si no léanse las siguientes revelaciones homicidas:
- Lo maté porque habló mal de Juan Álvarez, que es muy mi amigo y porque me consta que lo que decía era una gran mentira. - Me quemó duro con su cigarrillo. Yo no digo que lo hiciera con mala intención. Pero el dolor es el mismo. Me quemó, me dolió, me cegué, lo maté. No tuve intención de hacerlo. Pero tenía aquella botella en la mano. - Lo maté porque estaba seguro que nadie me veía. - Soy maestro. Hace diez años que soy maestro de la escuela primaria de Tenancingo, Zacatecas. Han pasado muchos niños por los pupitres de mi escuela. Creo que soy un buen maestro. Lo creía hasta que salió aquel Panchito Contreras. No me hacía ningún caso, ni aprendía absolutamente nada: porque no quería. Ninguno de los castigos surtía efecto. Ni los morales, ni los corporales. Me miraba, insolente. Le rogué, le pegué. No hubo modo. Los demás niños empezaron a burlarse de mí. Perdí toda autoridad, el sueño, el apetito, hasta que un día no lo pude aguantar y, para que sirviera de precedente, lo colgué del árbol del patio. - Soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba… Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro. - ¡Si el gol estaba hecho! No había más que empujar el balón, con el portero descolocado… ¡Y lo envió por encima del larguero! ¡Y aquel gol era decisivo! Les dábamos en todita la madre a esos chingones de la Nopalera. Si de la patada que le di se fue al otro mundo, que aprenda ahí a chutar como Dios manda. - Yo había encargado mis tacos mucho antes que ese desgraciado. La mesera, meneando las nalgas como si nadie más que ella tuviera, se los trajo antes que a mí, sonriendo. La descristiané de un botellazo: yo había encargado mis tacos mucho antes que ese desgraciado, cojo y con acento del norte, para mayor inri. - Lo maté porque me dolía la cabeza y él hablaba sin parar, sin descanso, de cosas que me tenían completamente sin cuidado. La verdad aunque me hubiesen importado. Antes, miré mi reloj seis veces, descaradamente: no hizo caso. Creo que es una atenuante muy de tenerse en cuenta. - ¿Para qué tratar de convencerle? Era un sectario de lo peor, cerrado de mollera, como si fuese Dios Padre. Se la abrí de un golpe, a ver si aprende a discutir. El que no sabe, que calle. - ¿Ustedes no han tenido ganas de asesinar a un vendedor de lotería, cuando se ponen pesados, pegajosos, suplicantes? Yo lo hice en nombre de todos. - A mi hermana –de verdad, de verdad- nunca la pude tragar. - De mí no se ríe nadie. Por lo menos ése ya no…