30 de septiembre de 2009

Ai' se ven, pues

Hoy es mi último día como director de cultura y fomento educativo del Ayuntamiento de Colima. Mañana, será otro día. Mientras, con lógica aristotélica, estaré a la espera de lo que tenga que pasar.
Por lo pronto, nomás les aviso que este viernes me voy a trepar a un avión con el que atravesaré el Atlántico para aterrizar en Barcelona, donde estaré los próximos 16 días. Tiempo durante el cual iré a visitar a un compa que tengo por allá y que para mayores señas se apellida Messi y se llama Lionel. Por lo tanto, que no les extrañe si en una de esas me ven por la televisión contento y bien portado en las gradas del Camp Nou, donde ya tuve oportunidad de jugar un partido con otros dos amigos quienes, por desgracia, ya no forman parte del FC Barcelona. Y como sé que se rieron de lo que acabo de decir, aquí les dejo una evidencia de que cuando digo que la burra es parda, es porque tengo los pelos en la mano.

28 de septiembre de 2009

La historia de Juan Silverio

Todo comenzó durante mi viaje a la ciudad de Guadalajara 3 días antes. Estaba agotado luego de haber recorrido medio San “Juanito” de Dios, y aún debía de tomar el tren ligero para ir a la central de autobuses y regresarme a Colima. Por suerte el tren iba casi vacío, eso sí era suerte. Me senté. Justo enfrente de mí estaba un cartel convocando al concurso de Ideas en Corto Telcel, fue tanto mi interés que me pare para verlo mejor. Up’s, la fecha de entrega ya había terminado, ni modo, en Colima no pasa nada, nadie se entera nunca de nada.
Y así empezó la historia de Juan Silverio. Si quieres conocerla, pícale AQUÍ. Y de pasada, haz tus comentarios para apoyar el talento de estos jóvenes creadores colimenses.

25 de septiembre de 2009

Más pikchurs

Tengo varias cosas que contar en este gustado y recomendable espacio de reflexión y análisis huizachero, pero no tengo tiempo aún. Por lo pronto, van estas imágenes y luego las comentamos, queridas amiguitas y estimados amiguitos.

21 de septiembre de 2009

So...

La anécdota anterior se supone que era chistosa, ¿entonces? Como sea, mi trabajo está a punto de concluir y ya ando mordiéndome las uñas (o, como dirían los clásicos, ando con el culo a dos manos), sin saber qué me depara el futuro. Si saben de alguna chambita, ai' les encargo... Por lo pronto, me voy al cumplir con el ritual de ir al informe de mi jefe.

11 de septiembre de 2009

Pa' allá

Ayer, como a las dos y media de la tarde, iba caminando muy quitado de la pena por una de las calles del centro de la ciudad cuando de pronto, al llegar a una de las esquinas donde confluyen las calles Reforma y Nicolás Bravo, observé a una simpática pero agobiada ancianita pidiéndole a un taxista que la llevara. Lo que alcancé a escuchar fue lo siguiente:
Taxista: -¿Para dónde va, señora?-.
Viejecita: -Para mi casa, joven-.

10 de septiembre de 2009

Házme el chingado favor

¿Y tú sabes si tu amigo tiene saldo?

Héroe olvidado

A fines de la década de los sesenta, el escritor Jorge Ibargüengoitia consideraba que los efectos que producía en las personas la lectura diaria de los periódicos, era un fenómeno sociológico sumamente interesante, pero por desgracia muy poco estudiado. Sin embargo, tenía la certeza de que no habría de pasar mucho tiempo antes de que “alguno de esos institutos norteamericanos que ya habían descubierto que fumar es mortal", nos dieran la escalofriante noticia de que leer periódicos es una de las principales causas de enfisema pulmonar. A tan ominoso destino, según Ibargüengoitia, habría que sumarle otro hecho lamentable: que el lector de periódicos se fue convirtiendo en una especie de héroe olvidado. Dicho abandono tuvo su origen en un proceso de despersonalización que lo obligó a integrarse a esa entelequia popularmente llamada opinión pública y que es engendrada por la ciencia sin sabios conocida como “sondeos de opinión” (Bourdieu dixit). Fue por esto que el guanajuatense decidió hacerles a estos personajes anónimos (a los lectores de periódicos, me refiero) un sencillo pero sentido homenaje.
Requisitos para ser lector de periódicos
El escritor empieza su apología afirmando que no cualquier hijo de vecino logra graduarse como lector de periódicos, pues además de tener que desarrollar tareas de suyo complejas, los aspirantes tienen que los siguientes requisitos:
Tener mucho aplomo, intereses variados, elasticidad mental y ser propietario de un optimismo desmedido, pero sobre todo injustificado.
Aplomo para soportar con gallardía y templanza las noticias de la primera plana, acción que suele ser mortal por necesidad cuando la realizan espíritus pusilánimes, incapaces de asimilar tanta catástrofe: ciclones, sismos, erupciones volcánicas y sequías.
Elasticidad mental para comprender noticias extravagantes, como la del funcionario que muy sonriente anuncia que no se va a resolver el problema que todos conocíamos o que ya se resolvió el problema que todos ignorábamos.
Intereses variados para buscar, buscar y buscar hasta lograr hallar noticias edificantes, como la del personaje importante que nos avisa que habiendo quedado hasta la madre de la grilla, no sólo ha decidido alejarse de la política sino que se larga ipso facto al Tíbet, donde tendrá tiempo suficiente para meditar y arrepentirse de todos sus pecados.
Optimismo desmedidopara leer la sección internacional y poder levantar el ánimo con noticias que vienen de otras partes del mundo donde las cosas están peores que en nuestro país: matanzas entre tribus africanas, miles de personas muriendo de hambre en la India o los cientos de heridos y decenas de muertos que produjo un choque de trenes.
Optimismo infundado para que, luego de haberse reconfortado con los males ajenos, el lector de periódicos examine la página editorial donde –según él- encontrará los porqués de las noticias que acaba de leer. Así, diez minutos más tarde, irrumpirá “con una visión equilibrada del universo, con su espíritu en calma y listo para seguir su lectura sin que se le ericen los pelos.
Para concluir, como al lector de periódicos le gusta la acción y vibra con el peligro, se dirigirá al espacio destinado a la nota roja. Ahí se enterará que atraparon a una peligrosa banda de robacoches; también del asesinato de un velador y que otro sujeto “por querer contratar unos mariachis, fue golpeado por los mismos y despojado de su reloj”, etcétera.
Y así, el lector (goloso como nadie) sigue, sigue y sigue, ahora con la sección de deportes, luego con la de espectáculos, después la de cultura, hasta que finalmente, “el agotamiento hace que lea por inercia los anuncios clasificados”.

9 de septiembre de 2009

Juan

En los primero días del pasado mes de enero fui a Suchitlán a llevar una razón y –sin saberlo- también fui a conocer a Juan. Los acontecimientos se desarrollaron de la siguiente manera:
Luego de haber cumplido con mi encargo, decidí regresarme a Colima. Estaba en el auto colocándome el cinturón de seguridad, cuando observé que un niño (cuyo rasgo más notable era que en lugar de pelo parecía que traía un cepillo en la cabeza) me estaba haciendo señas y al mismo tiempo corría hacía mí. Apenas llegó, me dijo: -Dame dinero-. Sorprendido por su extravagante demanda, le pregunté: -¿Y por qué tengo que darte?-. -Es que te cuidé el carro-, sentenció el niño cabeza de cepillo. -Pues fíjate que no traigo —argumenté—. De hecho, tú deberías conseguirme unos veinte pesos para echarle gasolina a mi carro, porque si no, no llego a mi casa-. Obviamente mi discurso no tuvo los efectos deseados; al contrario, al niño cabeza de cepillo mi réplica le ha de haber parecido muy desafortunada o de plano excesivamente mamona, porque no contestó nada e ignorándome se puso a observar el interior de mi auto, deteniéndose con mirada curiosa en un objeto: mi cámara fotográfica. De pronto, voltea a verme y me dice: -Entonces tómame una foto-. -¿Y qué, con eso quedamos a mano?- le propuse. El niño cabeza de cepillo (que en realidad se llama Juan), primero me miró muy serio y segundos después asintió con un leve movimiento de cabeza. Sin poder contener la risa, sólo alcancé a pronunciar un “Va, pues”. Dispuesto a saldar mi deuda fotografiando a mi acreedor, (al cual, si el lector lo desea, también le puede decir Juan), agarré la cámara y viendo por el lente el rostro del niño cabeza de cepillo (si es que así quiere decirle el lector) retrocedí un poco, después volví a acercarme, finalmente enfoqué chido y… ¡clic!:
Juan
-Listo, valecito-, le dije satisfecho, creyendo que ahí había acabado todo. Pero no… -¿Y cuándo vas a traerme la foto?-, me interrogó el niño Juan, con la seriedad del hombre-niño que sabe lo que quiere, pero que no sabe cómo hacerle para obtenerlo. -Pues yo pienso que hasta la próxima vez que venga-, le confesé interpretando eficazmente el papel de Perogrullo. Al escuchar mis palabras, Juan puso cara de “Ya valió madre esto”. Su postración, sin embargo, no tenía fundamentos, porque no obstante que tuvieron que pasar casi ocho meses para que se diera mi regreso, el domingo pasado volví a Suchitlán. Y aunque no tenía muchas esperanzas de volvérmelo a encontrar, subí al carro un álbum de fotografías donde tengo guardada la imagen del multicitado niño cabeza de cepillo. En cuanto llegué al jardín principal del pueblo comalteco, me puse a buscar a Juan, pero de éste ni sus luces. "Pinche, Juan —pensé— no que querías tu foto, vale". Media hora más tarde, observé que cerca de la puerta del restaurante Los Portales estaban tres morrillos de la edad de Juan, pero ninguno de ellos tenía la cabeza de cepillo como mi amigo. "Pinche, Juan —volví a pensar—, no que que querías tu foto?”. Luego de observarlos con más detenimiento, uno de esos tres valecitos se me empezó a afigurar bien mucho a Juan. Así que, antes de que me fueran a acusar de pederasta, me le acerqué y le dije: -Escucha, amigo, hace tiempo yo te tomé una fotografía, ¿verdad?-. El chiquillo nomás peló los ojos y dijo que no, que él no era. -Sí, como de que no. Claro que eres tú, nomás que antes traías el pelo más largo.- No, yo siempre he traído el pelo así-, respondió el presunto, al mismo tiempo que con las palmas de sus manos se aplanaba los cabellos. -Bueno –les dije ahora a los tres chiquillos- si este valecito no es el de la foto, entonces se las voy a traer para que la vean y me digan quién es el que está en ella . ¿OK?
-¡OK! ¡Very good!-, gritaron los tres alegres compadres…
(Continuará)

8 de septiembre de 2009

Pregunta inquietante

Hace algunos años se comunicó conmigo una señorita quien muy amablemente me invitó a participar en un proyecto editorial que la Universidad de Colima y el consorcio minero Peña Colorada, tenían planeado llevar a cabo. Dicho proyecto consistía, según recuerdo, en la publicación de un libro que hablaría sobre el reconocimiento más importante al que cualquier estudiante universitario aspira: el Premio Peña Colorada. ¿Que qué vela tenía yo en ese entierro? Pues resulta que fui el alumno menos wey de mi generación y a las autoridades universitarias no les quedó de otra más que entregarme a mí tan prestigioso reconocimiento. El caso es que, me informó la señorita amable, tenía que ir a las oficinas x, ubicadas en y lugar, donde iba a estar z -una muchacha de no malos bigotes, según pude observar ulteriormente- quien me estaría esperando con una batería de preguntas (sic), a las que yo debería responder con gentileza, pero sobre con la verdad y nadamás que la verdad. Como tengo una proclividad natural a andar de metesillas y sacabancas, al siguiente día acudí puntual a la cita. La señorita hizo su trabajo y yo el mío. Es decir, ella preguntó y yo respondí. Todo iba bien hasta que, palabras más, palabras menos, me hizo el siguiente cuestionamiento: ¿El haber recibido el Premio Peña Colorada influyó positivamente en su desarrollo profesional? Sorprendido por el cuestionamiento, traté una y otra vez de responderle, pero me fue prácticamente imposible hacerlo, pues sólo de pensar en la dichosa pregunta ¡me daba una risa!....
Estudio, progreso seguro. La anécdota anterior de ninguna manera pretende ser una historia virtuosa y menos aún tiene el propósito de falsear el sentido y el valor intrínseco del premio mencionado. En todo caso es producto de mi experiencia y, como ya se sabe, uno cuenta las cosas según como le va en la feria. Con todo, quizá mi desencanto sea mayúsculo porque a mi generación le tocó vivir tiempos en los que estudiar era todavía una opción para ascender en lo que los sociólogos funcional-estructuralistas denominaban escala social. Es decir, en los años ochenta concluir una carrera profesional nos proporcionaba altas perspectivas de movilidad social, por lo cual era razonable creer que el estudio era una vía segura para nuestro desarrollo. Lo que no se nos decía, y creo que hoy tampoco se hace, es que para avanzar en el terreno profesional no basta tener conocimientos y capacidades para eso que uno estudio. Más aún cuando uno se prepara y adquiere habilidades para profundizar en aquello que, como dijo Bourdieu, “devela cosas ocultas... cosas que ciertos individuos o ciertos grupos prefieren esconder o esconderse porque ellas perturban sus convicciones o sus intereses”. De lo que se trata no es saber cuál es el origen y el sentido de las cosas que suceden a nuestro alrededor y que nos afectan como sociedad, sino de la capacidad que se tenga para callarnos la boca y culimpinarnos lo más que se pueda frente aquellos que hoy, circunstancialmente, se encuentran arriba. Y frente a eso, señoras y señores, paso sin ver.

7 de septiembre de 2009

Pikchurs

El Sabio
¿Qué ves?
La Flor
Símbolo Patrio
Miniaturas

Para casos desesperados

“Nadie apoya a los condenados. El otro discurso ahoga todos los demás. Impera una atmósfera totalitaria. Aterradora. Y no hay otros comentarios que los del señor Homais[1], más sempiterno, oficial, solemne y plural que nunca. Sus monólogos. La ponzoña que destila [...] Mientras el señor Homais triunfa y monologa sin que nadie lo refute o siquiera le responda [...] no nos hemos dado cuenta de que sólo nos queda salmodiar a coro con él, a la manera de comparsas. La mayoría de los verdaderos actores, los papeles protagónicos hicieron mutis por el foro a nuestras espaldas, llevándose consigo el argumento” (Viviane Forrester, El Horror económico, FCE, 2000).
[1] Personaje de la novela Madame Bovary, quien encarna la pedantería y el materialismo grosero.

Deimos, Phobos, Pallor y Pavor

Los animales no saben que van a morir; sin embargo, el instinto de sobrevivencia les provoca un temor: ser devorados por otros más fuertes. Los humanos, por el contrario, desde muy temprana edad comprendemos que algún día moriremos. Cuándo y cómo vamos a estirar la pata, es un hecho que ignoramos, pero la idea de que irremediablemente vamos a perder la vida constituye la base fundamental de nuestro miedo, mejor dicho de nuestros miedos. Porque muchos de los temores que el hombre ha tenido desde sus orígenes “son producto de su imaginación y, por tanto, múltiples e históricamente cambiantes”, como señala R. Caillois. El miedo, sin embargo, es inherente a nuestra naturaleza, constituye una emoción que nos permite escapar provisionalmente de la muerte. No obstante, cuando el miedo es colectivo, puede provocar conductas aberrantes y suicidas, al grado que éstas impiden a la gente apreciar la realidad de manera correcta, pues “los comportamientos multitudinarios exageran, complican y transforman las desmesuras individuales”. Y ésta ha sido la historia de las mentalidades colectivas temerosas: motines, sediciones, guerra, violencia... miedo y angustia.Las sociedades preindustriales, concretamente la occidental y de manera particular la europea, se desarrollaron viviendo en el miedo, éste se encontraba en todas partes, “cada uno lo tenía junto a sí y ante sí”. El origen de los males era desconocido y se les consideraban castigos de los dioses. Porque el peligro ha acechado constantemente al sentimiento religioso, no extraña que los griegos divinizaran a Deimos (el Temor) y a Phobos (el Miedo), mientras los romanos los llamaron Pallor y Pavor, respectivamente.
Inventario de los miedos. El mar, lo lejano, las innovaciones, la alteridad (los vecinos o el prójimo en general), las brujas, los vampiros, las comadronas, los eclipses, los cometas, los astros, los maleficios, el lobo, la adivinación, la magia, los encantamientos, la luna, la noche (las tinieblas y la oscuridad), las guerras, los aparecidos, ser enterrado vivo, que el sol desaparezca, Satán, la peste negra (y las epidemias en general), los incendios, los extranjeros (judíos y musulmanes, sobre todo), la idolatría, los herejes, los conversos, la división de la Iglesia, los vagabundos, los mendigos, los leprosos, los impuestos, el vacío de poder, el hambre, la esterilidad, el Juicio Final, el Anticristo, los soldados errantes, el robo de niños, el miedo a la mujer (ésta como agente de Satán, como todos sabemos) y las posesiones diabólicas, fueron -entre otras- algunas de las amenazas que acecharon a los pobladores de toda Europa, de manera particular en el periodo comprendido entre los siglos XIV-XVIII.
El sueño del hipocondríaco. Hay miedos individuales terribles que sólo quién los tiene sabe lo que se sufren. Quizá uno de los peores sea los de un hipocondríaco. Vivir perpetuamente con la idea de que se padecen todas las enfermedades habidas y por haber, debe ser enloquecedor, lo que propicia en su momento la incredulidad de sus familiares y amigos sobre los males declarados. Por eso, el epitafio perfecto del hipocondríaco será: “No que no, cabrones”.

1 de septiembre de 2009

Un saludo de mi parte

Así ando: risa y risa.
Dice el sociólogo chileno José Joaquín Brunner que la cultura tiene que ver con la capacidad colectiva de producir sentidos, afirmar valores, compartir prácticas e innovar.
Por mi parte, yo digo que la cultura debe convertirse en un acontecimiento de la vida cotidiana. También, que las instituciones culturales deben erigirse en mediadoras de la relación entre el artista y el público. Y que una política cultural efectiva debe propiciar el acercamiento, intercambio y convivencia entre creadores, promotores, organizaciones, investigadores e instituciones culturales locales. Sin embargo, una cosa es lo que uno piensa y otra es lo que uno puede hacer.