28 de abril de 2009

Cinéfilo en apuros

Hipotéticamente, cuando una persona decide ir al cine, de antemano ha resuelto destinar por lo menos una hora y media de su tiempo para estar sentada mirando y oyendo una historia. Quien va al cine, por lo tanto, debería tener claro que en ese tiempo no hará nada, absolutamente nada, tan sólo ver una película. A continuación, pues, hablaré –mal, por supuesto- de todas aquellas personas que van al cine a hacer cualquier cosa menos a observar la película que eligieron. Y para hacer más claro el tema que nos ocupa, expondré brevemente un marco histórico de referencia sobre el cine en Colima.
Quizá pocos lectores recordarán que hace más de treinta años existía en nuestra ciudad el Cine Juárez, el cual se encontraba ubicado en el cruce de las calles General Núñez y Guerrero (para más señas diré que en la actualidad en este lugar se encuentra un estacionamiento), hasta que tuvo que ser derruido por los daños que sufrió con el temblor del 30 de enero de 1973.

Cine Juárez
El asunto es que, por aquellos años, las funciones eran de tres películas cada una. Como podrán imaginarse, aquello era un verdadero maratón cinematográfico. Pero también es obvio que esta circunstancia, de suyo sedentaria, provocara ciertos índices de fastidio en la concurrencia, pues aunque pasaban muchas películas de la llamada época de oro del cine mexicano, algunas, como decía mi abuela, serían de oro… pero de oro de corneta.
Debido a lo anterior, eran muy festejadas las exclamaciones de quienes habiendo llegado tarde vociferaban desde la puerta de acceso a la sala: “¡Ya llegué, cabrones!”. Grito que los alborozados asistentes respondían con festivas y francas mentadas de madre. Cabe señalar, también, que por la calle General Núñez había una puerta de lámina y era común que algún transeúnte ocioso la golpeara, sacando de su letargo a los espectadores, haciendo que éstos brincaran de sus butacas - o de sus bancas- según fuera el caso.
De igual forma, las mamás iban a estas funciones cargando unas inmensas canastas y en los espacios entre película y película aprovechaban para darles de cenar a sus hijos. Esta práctica provocaba otra diversión: como los niños suelen comer como pericos, dejaban en el suelo el reguero de comida, por lo que las ratas acudían también a cenar corriendo entre los pies de los cinéfilos, quienes entre gritos avisaban a los demás que los roedores andaban haciendo de las suyas. Había otras diversiones, pero por cuestiones de índole moral prefiero no hablar de ellas.
Con todo, huelga decir, pues, que el público de ese entonces se pasaba casi cuatro horas arranados en sus asientos, por lo que se explica el relajo señalado.
Hoy, sin embargo, las funciones solamente son de una película y no obstante ello mucha gente hace cosas extrañas e incomprensibles en plena función. Por ejemplo, cuando fui a ver Matrix Reloaded, mientras se desarrollaba una una escena en la que Neo se está madreando al guardián de la Pitonisa, cuando de pronto suena un teléfono. De inmediato el dueño del aparato se pone a hablar a gritos y es entonces cuando toda la concurrencia puede escuchar que a este pendejo su mujer le dio dinero para que fuera al mandado y en lugar de cumplir con el encargo mejor se metió al cine:
—Sí, ya mero llego a la casa, es que había mucha gente en las verduras—, alcanzó a decir el muy sinvergüenza y mentiroso.
Al rato, un grupo de muchachos, que seguramente iban saliendo de la escuela puesto que aún traían sus mochilas, empiezan a hacer su desmadre. De pronto uno de ellos se pone a gritarle a como desaforado a uno de sus compañeros:
—¡Ese mi Flanax, lánzate por las palomitas. Dijimos que el que la tuviera más chiquita las iba a disparar!—.
Como el Flanax se niega a pagar la apuesta, entonces empiezan a gritar: “¡Bolita, bolita, bolita!”. Y le hacen bolita al pobre Flanax. El público molesto les solicita que guarden silencio, pero sobre todo que guarden la compostura. Entre risas todos se callan.
Pero el colmo fue que, mientras Morpheus se peleaba contra un agente arriba de un tráiler en movimiento, empezaron a patearme el respaldo de mi asiento. Fastidiado me volteo a reclamar.
Debo decir que la escena que observé me resultó irritante por la pasión abiertamente pornográfica que destilaba: una pareja de jóvenes estaban fajando durísimo. No pude evitarlo y les dije con firmeza:
—Oigan, ya párenle. En lugar de dar estos espectáculos, mejor váyanse a un motel —.
Fue la muchacha, que al parecer era la que llevaba la iniciativa, la que cínicamente me respondió:
—¿Y a usted qué le importa, viejo metiche?—.
Me salí de la sala decidido a no volver nunca más a una sala de cine y desde entonces veo películas en mi casa, aunque en ella no cuente con aire acondicionado ni pantalla gigante no sonido envolvente ni deliciosas gusgueras (vgr. Pon Pons).

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