
Nuevos mestizajes, nuevos sincretismos religiosos, nuevas filosofías de la vida. Todo se revela frente a nuestros ojos y, por lo tanto, todo es interesante.
Así, la vida se ha convertido en una serie de instantes eternos a los cuales hay que sacarle el máximo goce. Véanse si no las narraciones minimalistas expresadas en los videoclips, o la publicidad vertiginosa, o el zapping que nos convierte por unos momentos en amos del universo televisivo (¿o será mejor decir televisado?), o los juegos por computadora, o el maldito Game Boy SP convertido ya en Game Boy DS (evolución tecnológica que, vale decirlo, le proporciona a la tarjeta de crédito varios madrazos, tal como si hubiera estado en Manzanas el domingo pasado).
Si el drama moderno se definía por el optimismo de la totalidad individualista, la tragedia de la posmodernidad se encuentra en la “pérdida del pequeño yo, en un sí vasto: la alteridad”. Sentimiento que empuja hacia los otros, hacia aquellos que estaban “encerrados en la lejana soledad de su identidad”, dice Maffesoli.
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