21 de octubre de 2008

Crímenes ejemplares

¿Por qué una persona “normal” puede, en cualquier momento, convertirse en un implacable asesino?
Pregunta tan complicada, como inquietante, encuentra algunas respuestas en el libro Crímenes ejemplares (Ed. Espasa, 1999), del dramaturgo y narrador español Max Aub, obra donde pueden escucharse las voces de los homicidas exponiendo las razones que los impulsaron a cometer su crimen.
Al respecto, el autor nos comenta que el material de su libro está integrado por «Confesiones sin cuento: directas, sin más deseo que explicar el arrebato. [Los criminales] desembuchan escuetamente las razones nada oscuras que los llevaron al crimen, sin otro motivo que dejarse arrastrar por sus sentimientos… De las reacciones de los difuntos nada digo, por ignorancia. Me bastaron –como autor- las de sus asesinos», concluye Aub. Si bien es cierto que, como dijo el periodista Juan Ulloa, en todo crimen subyace una verdad, también es posible creer que en toda verdad se ocultan motivos inasibles. Y si no léanse las siguientes revelaciones homicidas:
- Lo maté porque habló mal de Juan Álvarez, que es muy mi amigo y porque me consta que lo que decía era una gran mentira. - Me quemó duro con su cigarrillo. Yo no digo que lo hiciera con mala intención. Pero el dolor es el mismo. Me quemó, me dolió, me cegué, lo maté. No tuve intención de hacerlo. Pero tenía aquella botella en la mano. - Lo maté porque estaba seguro que nadie me veía. - Soy maestro. Hace diez años que soy maestro de la escuela primaria de Tenancingo, Zacatecas. Han pasado muchos niños por los pupitres de mi escuela. Creo que soy un buen maestro. Lo creía hasta que salió aquel Panchito Contreras. No me hacía ningún caso, ni aprendía absolutamente nada: porque no quería. Ninguno de los castigos surtía efecto. Ni los morales, ni los corporales. Me miraba, insolente. Le rogué, le pegué. No hubo modo. Los demás niños empezaron a burlarse de mí. Perdí toda autoridad, el sueño, el apetito, hasta que un día no lo pude aguantar y, para que sirviera de precedente, lo colgué del árbol del patio. - Soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba… Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro. - ¡Si el gol estaba hecho! No había más que empujar el balón, con el portero descolocado… ¡Y lo envió por encima del larguero! ¡Y aquel gol era decisivo! Les dábamos en todita la madre a esos chingones de la Nopalera. Si de la patada que le di se fue al otro mundo, que aprenda ahí a chutar como Dios manda. - Yo había encargado mis tacos mucho antes que ese desgraciado. La mesera, meneando las nalgas como si nadie más que ella tuviera, se los trajo antes que a mí, sonriendo. La descristiané de un botellazo: yo había encargado mis tacos mucho antes que ese desgraciado, cojo y con acento del norte, para mayor inri. - Lo maté porque me dolía la cabeza y él hablaba sin parar, sin descanso, de cosas que me tenían completamente sin cuidado. La verdad aunque me hubiesen importado. Antes, miré mi reloj seis veces, descaradamente: no hizo caso. Creo que es una atenuante muy de tenerse en cuenta. - ¿Para qué tratar de convencerle? Era un sectario de lo peor, cerrado de mollera, como si fuese Dios Padre. Se la abrí de un golpe, a ver si aprende a discutir. El que no sabe, que calle. - ¿Ustedes no han tenido ganas de asesinar a un vendedor de lotería, cuando se ponen pesados, pegajosos, suplicantes? Yo lo hice en nombre de todos. - A mi hermana –de verdad, de verdad- nunca la pude tragar. - De mí no se ríe nadie. Por lo menos ése ya no…

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