27 de junio de 2009

Las preguntas desconcertantes

Es muy común que las preguntas que nos hacen los niños nos dejen sorprendidos, ya sea por la ingenuidad de sus planteamientos o de plano porque no sabemos qué responderles. Por ejemplo, hace varios años, mi sobrina Andrea, me preguntó que cuánto pesaba un kilo de algo. Luego de tocarle la frente y cerciorarme que su desvarío no lo ocasionaba una fiebre terciana, le dije que mejor le fuera preguntar a su mamá, ya que ella por ser maestra lo sabe todo. Otro ejemplo: en una ocasión que pasábamos por un circo, el entonces niño Iván me preguntó que por qué los elefantes tenían la espalda arriba y no como nosotros, que la tenemos atrás. –Porque Dios Nuestro Señor así lo dispuso y su sabiduría es inconmensurable, hijo mío-, fue lo que atiné a contestar.
Ahora bien, es oportuno afirmar que los adultos somos especialistas en plantearleas a los demás cierto tipo de preguntas que aquí llamaremos idiotas. El problema es que como somos rebuscadamente perspicaces, siempre habrá alguien que responda a cualquier cosa que le inquieran, sin importarle qué tan estúpido sea el cuestionamiento. Al respecto, sostengo que a cada pregunta idiota le debe corresponder con justicia una respuesta estúpida. A continuación ofrezco algunos ejemplos:
a) Por andar en la parranda se nos hace tardísimo y llegamos casi al amanecer a nuestra casa. La esposa quien no obstante que mira el deplorable estado en el que nos encontramos, escandalizada arma su bochinche y pregunta gritando: - Mira nomás cómo vienes, ¿dónde andabas, cabrón?, ¿qué horas son estas de llegar?-. Si intentáramos responder coherentemente, echaríamos a perder cualquier coartada preparada con antelación. Por tanto, la respuesta debe ser igual de necia que la pregunta. Algo como esto: -Mi amor, me entretuve tantito porque viendo que no había tanto sol, me puse a chaponear el terreno que me heredó mi tío Eleuterio. Ya te dije que ahí pienso sembrar mucha mota, a ver si así salimos de pobres-.
b) Harto de traer el pelo como Leonardo Cuellar en la década de los setenta y de ser la burla de los compañeros de trabajo, vamos con el esteta de la tijera para que le de una arregladita a la mata capilar. Después de la manita de gato, al aparecernos por la oficina, nunca falta el compañero que torpe pero alegremente pregunte -Órale, vale, ¿te cortaste el pelo, verdad?-. La respuesta, como corresponde, deber ser tan o más estúpida que el cuestionamiento: - No, jovencito, no me lo corté, sucede que en el transcurso de la noche la cabeza me creció varios centímetros cúbicos-.
c) Luego del partido, todos los integrantes del equipo de futbol nos instalamos debajo de una parota y ahí, bajo el resguardado de su inmenso follaje, empezamos a disfrutar de unas heladas y riquísimas cervezas. Sin embargo, apenas han pasado unos minutos cuando el cielo comienza a encapotarse, negros nubarrones se ciernen sobre nuestras cabezas, mientras el viento adquiere tal fuerza que empieza a tumbar pequeños árboles y, al mismo tiempo, grandes ramas son arrastradas por la carretera. Relampaguea una y otra vez y de pronto empieza a lloviznar. Un rayo cae como a trescientos metros de donde estamos emborrachándonos y es entonces cuando nuestro defensa central, con la mirada perdida y sin mirar a nadie, nos pregunta: -Oigan, ¿ustedes creen que irá a llover?-. La respuesta debe ser sobresaliente: -¡Claro que no! Las nubes, los rayos, el viento y la llovizna, son efectos especiales que entre todos pagamos nomás para ver si lográbamos sorprenderte, pendejo.
d) El sujeto X, cuidándose de que no lo veamos, se nos acerca silenciosamente. Ya ubicado a nuestras espaldas pega un grito y nos sacude de los hombros. El susto nos deja mudos, temblorosos y con señales inequívocas de una incipiente diabetes. “¿Te asustastes?”, todavía se atreve a preguntarnos el muy imbécil. Uno mejor se queda callado decidiendo que arma usar para el homicidio: estilete, daga, cuchillo, pistola, rifle, escopeta cuata o si será mejor aplicarle al sujeto X algunas de las técnicas de suplicio descritas por Foucault en su libro Vigilar y castigar.
e) "No encuentro mis llaves ¿no las has visto?", le preguntamos al compañero de trabajo quien, al mismo tiempo que se saca el pedazo de frijol que trae atorado entre los dientes, nos responde: "No, para nada", y luego filosóficamente nos cuestiona: "¿Pues dónde las habrás dejado?". O sea, jelou, si supiera dónde dejé las méndigas llaves ¿tendría algún caso que le estuviera preguntando por ellas a este redomado pendejo?
f) Concluyo con la campeona de todas las preguntas idiotas: en el baño, concentrados en los menesteres precisos y en la lectura del Libro Vaquero, oímos que el teléfono timbra incesantemente. Una, dos, tres... diez veces. Tanta obstinación nos hace pensar: “Ha de ser una urgencia”. Con los pantalones enredados en las piernas y nuestra integridad física peligrando, nos vamos dando brinquitos hasta llegar al aparato. Levantando el auricular contestamos: “Bueno”. Del otro lado de la línea se escucha la vocecita de un hijo de su Pink Floyd, que nos pregunta: “¿A dónde hablo, oiga?”.

3 comentarios:

Paulina Valdez dijo...

XDXDXD!!!

Sr. G dijo...

Jejeje...

¿Qué pasó, Paulina? De vez en cuando hay que darle sabor a la vida.

Oye, ¿cuándo vienes [o vienen, tú y tu pareja] a Colima?

Paulina Valdez dijo...

:( Ir para allá (o a algún otro lugar) de momento no es una opción, no hay $$$