10 de enero de 2009

Colima, la tierra que nos mueve

30 de enero de 1973. Como era su costumbre, el profesor Jesús jugaba con sus imanes mientras nos tomaba el resumen. En esos momentos era Octavio quien recitaba de memoria el tema que nos habían dejado de tarea. En realidad todo el grupo escuchaba sin oír lo que decía nuestro compañero, pues estábamos más concentrados en repasar nuestra propia letanía que en reflexionar en las palabras que aquél pronunciaba . De pronto todo empezó a crujir, al tiempo que el suelo se movía bajo nuestros pies. Nos encontrábamos en el segundo piso de la escuela primaria Gregorio Torres Quintero y yo nunca había sentido un temblor. Mis recuerdos me remiten, primero, a los vanos intentos del profesor Jesús por impedir que saliéramos del salón de clases y, segundo, a la increíble experiencia de haber observado -al tratar de bajarla- cómo se movía la serpiente en la que se había convertido la escalera. Entre el caos posterior al sismo, aún evoco la tranquilidad que me invadió al ver la cara de mi padre entre la multitud histérica. Ignoro cuánto tiempo pasó entre el terremoto y su llegada a la escuela, lo que sí tengo presente, y aún me altera, es recordar la imagen de los escombros en los que se había convertido una de las torres del templo de La Salud.
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La realidad y la nostalgia. Colima me duele y una parte de ella más todavía, pues los recuerdos más felices de mi infancia tienen como escenario el barrio de la Sangre de Cristo. Fue por eso que al día siguiente del aciago suceso lo recorrí ansioso, sólo para darme cuenta que la realidad, esa que observé llena de escombros, polvo y tragedia, es peor que la nostalgia colmada de alegrías sin motivos aparentes, de futbol callejero, de vagancias inconcebibles y de castos amoríos infantiles. Me lastimó mirar las ruinas que la naturaleza nos dejó, pero me dolió más haber observardo que ese espacio urbano (mi espacio fundacional) haya sido golpeado de la manera tan violenta como lo hizo el terremoto, tanto que su desaparición me hace temer que su misma inexistencia me llevará al olvido o me impedirá evocar con certeza mi propia biografía. Ya lo dijo el premio Nobel colombiano “La vida no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Por eso, porque las calles recorridas infinitamente en mi bicicleta rodado catorce, porque las paredes que nuestra imaginación convertía en porterías, porque las casas de las amistades infantiles y porque el castillo donde habitaba la princesa protagonista de mis propios cuentos, son parte de un paisaje entrañable para mí.
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19 de septiembre de 1985. A las nueve de la mañana tenía que estar en una reunión de trabajo en las oficinas del INEA de Manzanillo. Estaba terminando de asearme cuando creí escuchar que tocaban la puerta. Como mi padre se encontraba en casa, supuse que él abriría; sin embargo, el sonido era cada vez más fuerte y algo en el ambiente resultaba extraño: eran las 7:19 y estaba temblando. Corrí buscando la salida pero recordé que mis hermanas se encontraban aún dormidas. Me regresé por ellas. Llegué a su habitación sólo para ver cuando huían despavoridas. Yo también busqué escapar. Mi padre ya estaba en la puerta y ahí nos colocamos los cuatro. El movimiento era terrible. Impresionado pude observar cómo el agua de la pila que se encuentra afuera de la iglesia de la Sangre de Cristo se salía con una violencia extraordinaria. Ya nomás cerré los ojos. Cuando el sismo había concluido, pensé en mi madre que se había ido al mercado. Fui por ella. Al llegar a la esquina de Guerrero y Emilio Carranza la visión que tuve fue terrible: gente corriendo, gente llorando, gente rezando, pero sobre todo polvo, mucho polvo en el ambiente. Me dio la impresión que veía una escena de alguna película de guerra. Momentos después, y de cualquier forma, me fui a Manzanillo, estando allá me enteré de la desgracia ocurrida en la ciudad de México. Asombro, tristeza, pesar…
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09 de octubre de 1995. Carlos pretendía convencernos de la necesidad de agregarle ciertas actividades al programa de trabajo diario de los instructores comunitarios de nivel preescolar. Mientras exponía sus argumentos, la luz de la lámpara parpadeaba de manera casi imperceptible. Segundos después otra vez el ruido y de nuevo esa sensación de vacío en el ambiente: estaba temblando. Todos nos cubrimos bajo el marco de una puerta. Nunca había sentido que el piso se desplazara de la manera como ocurrió esa vez, eran intensos movimientos circulares. Al mismo tiempo oíamos gritos, vidrios que se quebraban, maderas que crujían, paredes que tronaban. Parecía que todo había concluido y corrimos tras la salida. Los demás compañeros de la delegación se encontraban en el patio central del edificio. Cuando nos les unimos la tierra aún seguía meneándose. Por fin, Colima dejó de moverse y de inmediato fui al colegio de Iván. Al encontrarlo éste me recibió emocionado comentándome: –Papá, el simulacro nos salió bien chido. Al siguiente día Víctor, Ramiro y yo, hicimos un recorrido por la costa colimense, zona que había sido la más afectada por el sismo, para revisar el estado que guardaban las aulas del CONAFE. En la localidad llamada El Charco sucedió un milagro: por ser lunes, debido a las complicaciones para transportarse a ese lugar, la instructora impartía sus clases por la tarde. De acuerdo a las características de la educación comunitaria su grupo era de los más nutridos en todo el estado, treinta niños asistían al preescolar y treinta y un vidas se salvaron por ese circunstancial cambio de horario, pues el edificio donde se desarrollaban las actividades escolares se había colapsado en segundos. Nunca habrían podido salir de esa trampa. Ésta hubiera sido una tragedia mayúscula entre todo el drama que de por sí ya se vivía en nuestro estado.
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Signos de identidad y las marcas de los daños. El Independiente es el equipo de futbol del barrio de la Sangre de Cristo y el Imperio es la oncena representante del barrio de El Refugio. Entre ambos ha existido una rivalidad que, no obstante que poco a poco se ha ido diluyendo, en mi infancia, proporcionaba signos de identidad a sus integrantes. Como miembro de los diablos, todavía me tocó escuchar que me hablaran del amor por la camiseta, de la importancia de vencer al acérrimo rival y, por el contrario, de lo indigno que resultaba una derrota frente a ellos. Los juegos entre ambos equipos eran motivo de comentarios periodísticos (notas previas destacándolo y crónicas puntuales al día siguiente de la gesta deportiva), además de tribunas llenas en el lugar donde se desarrollara el partido. En su momento, en un Colima aún con fuertes características bucólicas, provincianas y carente de diversiones de fin de semana, el clásico futbolístico entre el Independiente y el Imperio era un verdadero acontecimiento. Los archivos hemerográficos dan cuenta de ello. Acudí a estos dos equipos de futbol por el arraigo social incuestionable que tienen en Colima. Son representantes deportivos de viejos barrios colimenses y ambos constituyen signos de identidad social para los vecinos que los habitan. Es este Colima uno de los más afectados por el terremoto del 21 de enero y sus habitantes son colimenses que ya tienen su vida marcada por los daños que la naturaleza dejó. La Sangre de Cristo y El Refugio, son dos barrios-símbolos, elementos de un paisaje urbano que ahora ya no es. Es en ese contexto, más allá –reitero- de los lamentables daños materiales y humanos que hemos padecido, por lo que me duele lo que le ha sucedido a esta zona de mi ciudad. Porque siento que una parte de la historia y la cultura de Colima ha sido castigada sin motivo alguno. Porque cómo le vamos a hacer para volver a ella y cómo le haremos para reconstruirla. Quizá tendremos la capacidad de volver a levantar las viviendas, pero quién se encargará de recuperar nuestra memoria y nuestros mejores recuerdos.
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21 de enero de 2003. Antes de meterme a bañar me entretenía viendo un programa de televisión de los años setenta. Como otra veces oí el ruido característico de las paredes que crujen y de nuevo la sensación de vacío en el ambiente. Otra vez volví a correr buscando la salida, pero al llegar a la puerta me acordé que estaba desnudo. -Aún en estas circunstancias uno debe guardar la vergüenza-, pensé. Por lo que me regresé a buscar un short para poder salir a la calle. Sin luz y con la adrenalina circulándome a cien por hora tomé un pantaloncillo y regresé a la puerta, antes de abrirla traté de ponérmelo pero nunca pude lograrlo: la pared me empujaba cada que me recargaba en ella. Me dije que tenía que aguantar el sismo ahí mismo. Nunca había sentido tanto miedo como ese martes fatídico, el temblor aumentaba de intensidad y parecía que no iba a terminar. No podía sostenerme. Quise acordarme de Dios y no pude. Quise rezar y no me acordé de nada. Un ¡ínguasumadre! fue la única frase que salió de mi boca, y ésta la repetí una y otra vez, aún minutos después de que el sismo había concluido. A las diez de la noche supe que mi familia estaba bien y eso me tranquilizó. Fue, sin embargo, al siguiente día cuando reconocí la dimensión de la tragedia. Suspiré por mi barrio y su gente, y la nostalgia se me vino encima. Por eso escribí esto, nomás para ver si me acordaba de algo. Entonces se me vino a la mente una imagen: sentado detrás de su escritorio, el profesor Jesús jugaba con sus imanes, como acostumbraba a hacerlo mientras nos tomaba el resumen. En esos momentos era Octavio el que recitaba de memoria el tema que nos habían dejado de tarea…

2 comentarios:

ferrrioni dijo...

Mi madre, doña Hildelisa Padilla Ramos, nacida en el año de 1931, sobrevivió al sismo de 1941 y a todos lo que le han seguido, en el que Colima capital quedó en ruinas, ella aún vive para contarlo.

ferrrioni dijo...
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